Wednesday, December 20, 2006

El otro Chile o los laberintos de la historia

El otro Chile o los laberintos de la historia.
La experiencia del Salón Cultural Chileno en Bélgica, 2006.


Por: Azun Candina Polomer.
Historiadora. Directora de Asuntos Estudiantiles de la Facultad de Filosofía y Humanidadesde la Universidad de Chile

El 16 de septiembre de este año, en el barrio de St. Gilles, Bruselas, se realizó una de las actividades principales del el Salón Cultural de Chile en Bélgica. La iniciativa viene de un grupo de chilenos y chilenas residentes; el evento ha recibido el auspicio de la comunidad flamenca , la DICOEX y el centro cultural De Pianofabriek, entre otros organismos.

Tenía, este Salón de Chile, algo de encuentro con la memoria reciente, de reunión de amigos, de fiesta dieciochera y de evento más exclusivamente artístico. Los puestos de comidas estaban en manos de chilenos, y las bebidas se pedían en un bar atendido por bruselenses; en la práctica, los choripanes, la torta de mil hojas y el asado se podían pedir en español, pero las coca colas, el vino y la cerveza, en francés o flamenco. Por los dos escenarios del evento pasaron grupos constituidos por músicos chilenos y belgas, que tocaron barroco andino, cuecas y rock latino y chileno. Se mezclaban, en la exposición de libros, revistas y material audiovisual, las ediciones de LOM, los últimos The Clinic, Cds de músicos locales y artesanías en madera y vidrio. Los niños fueron instalados en una sala y les pintaron las caras dos maquilladoras:: una chilena residente, la bailarina Francine Brunet (que quiere volver a trabajar a Chile, ojalá con un proyecto Fondart) y una belga. No hacía frío y no llovió ese día, lo que fue considerado una gran suerte.

Las diferentes salas del encuentro fueron bautizadas según los personajes de Condorito: Sala Doña Tremebunda, Sala Pelotillehue, Sala Coné. En la entrada, un cartel escrito en flamenco explicaba quién era (o es) Condorito. En Europa, me fue dicho, hay bolivianos o colombianos que dicen que Condorito es suyo. No estaba de sobra, me comentaron, reivindicar su carácter de personaje chileno. Interesante, pensé después, que quien fuera elegido como imagen símbolo de lo chileno para el Salón no fuera, por una parte, un personaje de carne y hueso, vivo o muerto, sino un personaje de tira cómica y del humor blanco, apolítico en la medida que se puede llegar a serlo y tan popular en los distintos sentidos del término como Condorito. El pequeño cóndor humanizado es pobre y también lo son sus amigos, vive en una casa de tablas donde se entra sin golpear, pero Condorito no tiene el tono doloroso del Niño Luchín de Víctor Jara ni la larga lengua opositora de la Margarita del Fortín Mapocho, y menos aun es la niña irónica que fue y sigue siendo la argentina Mafalda. Sin embargo, muy cerca de Condorito andaba un cartel del Centro Cultural Salvador Allende y en uno de los escenarios, un estudiante de teatro vestido de roto chileno usaba las ojotas y el pantalón negro del Condorito, pero inició una canción de la Negra Ester con una negra ocurrencia del humor nacional: 'se trata de una obra que ustedes no vieron', le dijo al público, 'porque estaban todos exiliados cuando se estrenó'. Rieron, los chilenos del público. Los demás quizás no entendieron el chiste.

En una entrevista reciente, el reconocido sociólogo Zygmunt Bauman inició sus reflexiones con el dilema al cual se vio enfrentado al concedérsele un importante premio. En la ceremonia tradicionalmente se tocaba el himno del país al cual el premiado pertenecía. Zygmunt Bauman nació polaco, pero fue expulsado de su país y privado de la ciudadanía polaca a fines de la década de 1960 y se instaló en Inglaterra, donde vive hasta hoy. ¿Qué himno debía tocarse en la ceremonia, el polaco o el inglés?, se preguntó. Finalmente, llegó a una solución de consenso: el himno de la Comunidad Europea. Si su identidad como polaco o como inglés podían ser problemáticas, sí estaba seguro de poder definirse como un europeo.

Para los chilenos aquí y allá, para los del exilio político, del económico, del cultural, ¿cuál es el referente, cómo resuelven los laberintos en que la historia y sus historias lo han puesto? Una de las organizadoras me comentó que hoy por hoy cuesta mover a los chilenos más viejos para estos eventos; agregó que durante los años de dictadura trabajaron tanto para enviar ayuda al Chile desgarrado por la represión y la pobreza, que quizás se han cansado un poco. El año pasado, para el 11 de septiembre, estaban allí, sin embargo, en la plaza Salvador Allende de la comuna bruselense de Evere, donde muchos chilenos fueron recibidos tras el exilio. Estaban serios, saludando a la bandera, escuchando los discursos en los tres idiomas y saludando al embajador de Chile, que habló en correcto francés. Los residentes más jóvenes, estudiantes aun, o estudiantes que se han quedado, han tomado el relevo. Quizás estaban por allí, también, los chilenos escapados en la década de 1980, aquellos que quisieron tomar las armas, aquellos que fueron esos combatientes que de lo que hoy nadie quiere hablar. En Saint Gilles, un año más tarde, este mismo año, Camila, una adolescente hija de chilenos, me dice que quiere venirse a estudiar aquí.

Siento, de pronto, que algo de la tristeza del desgarro del exilio y del haberse quedado está tras este ambiente festivo, de carbón encendido, músicos, belgas curiosos, chilenos dedicados a sus menesteres. Soy una chilena que ha nacido y vive en Chile, que está de vacaciones: soy, a la vez, su compatriota y una extranjera. Ah, usted vive en Chile, me dicen, y hay un silencio tras esa frase. Sí, yo vivo en Chile, y ellos no. Estoy, siento de pronto, entre los exiliados que se quedaron en exilio, entre aquellos que no volvieron a hacerse cargo de ministerios, consejos o cargos en el congreso o la universidad. Estoy también, entre los músicos e intelectuales que viajan y se quedan porque aquí, ya se sabe... Si la nación son los seres humanos y no un pasaporte o un pedazo de tierra, estoy en el otro Chile, el de los que están afuera, que allá es un adentro. Esto que pasa en St. Gilles, pensé entonces, también está pasando y ha pasado en Chile, aunque no sea en el mismo territorio nacional.

Josep Fontana, historiador catalán, ha dicho que la historia no es lineal, sino poliédrica o sinfónica; si trazáramos una línea, si entendiéramos nuestra historia y nuestra identidad como algo causal, con etapas que se abren y se cierran completamente para dar lugar a una nueva etapa, estos chilenos no tienen un lugar en esa linealidad. Estos son chilenos ya no son, legalmente, ni exiliados ni retornados, ni asilados políticos ni turistas. No hay un nombre exacto para ellos, no han sido, hasta donde sé, bautizados de ninguna manera. Me refiero, claro, no a su estatus legal, sino a como vamos a llamarlos desde aquí. Vuelve otra vez la imagen del Condorito y lo que menos contiene es una burla: pienso en Condorito como personaje híbrido, medio ser humano y medio ave, que hace reír pero no se ríe de sí mismo, que 'exige una explicación' porque al parecer nunca entiende lo que le pasa en los chistes, que tiene una novia con la que nunca se casa, una suegra que entonces no es legalmente su suegra, un sobrino que no tiene una madre ni un padre visibles, amigos que no sabemos cómo conoció. En la tira cómica, Condorito no tiene un pasado ni una genealogía visibles, no tiene ni una ideología ni una religión clara: Condorito puede ser cualquiera de nosotros, y ninguno. Visto así, no sorprende que Condorito y sus personajes hayan sido los elegidos para este encuentro, donde el rostro setentero de Allende, los bigotes de Doña Tremebunda y los mensajes corteses de la Presidenta Bachelet a los chilenos en el exterior se mezclan sin (aparente) conflicto.

Este otro Chile que he vivido en Bruselas, es uno de los muchos Chiles que existen y de los muchos Chiles posibles. Es una muestra de que nuestra identidad puede estar ligada a un territorio, pero también es una identidad histórica en el sentido no más simple, sino más complejo del término: un laberinto en el cuál todos sabemos cómo empezamos, pero nadie tiene muy claro cuántas vueltas dará, cuántas veces visitará el mismo pasillo ni cuántas salidas tiene. El Chile en Bruselas está hecho de trozos de lo más negro de nuestra historia reciente, pero también de lo más luminoso: de la solidaridad, de la valentía, de la lucha por buscar otra vida y traerla y llevarla de ida, y de vuelta, quizás, si es posible, si se da, poh. Sentí, por una tarde, que el Chile en Bruselas sin ser mi casa era también mi casa, dentro de las muchas casas que la identidad de unos ciudadanos que podemos vivir en este fin del mundo pero también en muchos otros lugares podemos tener. Porque a fin de cuentas, podríamos robar la frase genial del humilde cartero italiano en Il Postino, cuando le dice a Pablo Neruda que la poesía no del que la escribe, sino del que la necesita: la identidad, alguna identidad, no es del que la detenta por decreto o por derecho a voto, sino del que se hace parte de ella. Espero, entonces, que también nosotros, los del 'lado de acá', como diría Cortázar, hagamos de esta casa local una menos distante y ambigua para los chilenos del lado de allá.

Ñuñoa, octubre de 2006.

Desde la infancia, muchos de nosotros somos entrenados en aprender por la comparación. Detectar las siete diferencias entre dos viñetas muy parecidas, o distinguir un círculo pintado de cierto color de otro; de hecho, así aprendemos que se puede jugar a hacer dibujos muy parecidos con diferencias casi ocultas, y así aprendemos que esa cierta mancha es un rojo, y la otra un amarillo. Nos acompaña, ese arte de buscar diferencias y similitudes. Nos construye, en cierta manera. La identidad, aquellos que creemos que somos, lo construimos en la medida que aprendemos continuamente a sentirnos unidos a algo y a diferenciarnos, en el mismo proceso, de otra cosa. Lo Uno es inseparable de lo Otro.

Quelques réflexions suite au Salon Cultural Chile-Bélgica 2006

Quelques réflexions suite au Salon Cultural Chile-Bélgica 2006

Par: Marinette Mormont, historienne

Le Chili a avant tout été terre d’accueil, terre d’immigration. Espagnols puis Anglais, Allemands, Italiens, Français se sont succédés, arrivant par milliers durant tout le 19ème siècle. Mais de terre d’accueil, le Chili est devenu une terre que l’on quitte, une terre que l’on est contraint de quitter. Sur les 3000 chiliens vivant en Belgique, 1200 sont à Bruxelles. La majorité sont arrivés dans les années septante et quatre-vingt, poussés dehors par le chacal enragé.

Depuis que je suis allée au Chili, je me demande ce que c’est de vivre en Belgique avec, dans la tête, un tel pays. Ce géant enfermé entre une cordillère déchiquetée et un océan déchaîné. Ce géant fait de montagnes, déserts truffés de mines, glaciers, forêts, écumes. Une telle immensité. Une telle aridité. Et puis, surtout, une telle histoire. Une histoire qui se raconte peu mais que l’on entend, tel un bruissement, à travers une allusion, à travers un morceau de Victor Jara, à travers un silence…

J’ai connu des Chiliens qui adoraient notre petite Belgique, sans doute parce qu’elle se présentait à eux comme un petit et doux cocon. D’ailleurs, de retour au Chili, ils ne juraient que par la toute petite et toute verte Chiloe - ses vaches qu’on jette à la mer pour les faire passer d’une île à l’autre, ses églises en bois, ses esprits pervers et tordus. Pablo Neruda disait, beaucoup mieux que moi, que l’Océan Pacifique était trop grand pour rentrer dans une carte, trop grand pour entrer où que ce soit, c’est pourquoi on l’avait mis face à sa fenêtre. Comment font les Chiliens de Belgique pour faire rentrer le Chili quelque part ?...

Et les enfants de l’exil, deuxième génération de Chiliens en Belgique, eux aussi doivent bien en faire quelque chose de ce géant. Impossible de le ranger dans un tiroir...

La culture chilienne en Belgique, ce sont des histoires qui se racontent en dansant, en images, en chantant. A travers les traditionnels rythmes endiablés dansés par de jeunes Chiliens de la seconde génération, joignant ainsi leurs corps à cette terre si lointaine ; à travers une photographie de cette terre dont ils rêvent, dont ils ont tant entendu parler, une photographie qui poursuit les histoires, celles des vivants et celles des morts ; à travers une mélodie de Violeta Parra.

Ce sont des histoires teintées de nostalgie, de cette double appartenance, qui doit susciter ambivalences, divisions, sentiments d’entre-deux. Le sentiment, peut-être, de n’être ni d’ici ni de là-bas, mais qui révèle en fait une nouvelle identité.

Je me demande comment les Chiliens de Belgique ont retrouvé le Chili des années nonante et comment leurs enfants ont découvert ce pays fantôme. Ont-ils été soufflés de voir, à côté de la Moneda, la statue érigée en l’honneur de Salvador Allende, debout face à Eduardo Frei, tels deux garants de la nouvelle démocratie ? Ont-ils été ébranlés face à ce curieux mélange entre conservatisme et ultralibéralisme, entre tradition et modernité ? Ont-ils parfois tressailli en respirant les relents de répression lors des manifestations d’étudiants, celles du peuple Mapuche ou encore celles exigeant la libération des prisonniers politiques toujours captifs ? Ont-ils souri tendrement voyant tous ces amoureux, s’embrassant langoureusement sur le cerro Santa Lucia ?

Je me demande aussi comment ils ont apprivoisé Bruxelles, comment ils se sont appropriés ce pays qui est le mien et qui est devenu le leur. Je me demande enfin comment mon pays, comment notre pays, les recevrait aujourd’hui…